jueves, 28 de julio de 2011

Crónica de un Boceto (1a p.)

... Y ahí va ella otra vez. Tan madura y tan niña a la vez. Tan enamorada y perdida, tan racional y moralina. Hay algo que se le pueda hacer?
Llega y lo mira. Pacífico, sereno, con esa sonrisa y esa mirada, esa mirada. A veces la descubre empañada por un ligero enojo, un resentimiento de corazón dolido, se da cuenta de que él siempre trata de disfrazarla. La quiere disfrazar, pero ella lo nota, nota cuánto lo desconcierta, sabe bien los subes y bajas por los que lo ha hecho pasar. Pero ahora, justo en este instante, su mirada no guarda ningún rencor, él siempre termina olvidando, perdonando. No, carajo, no debería hacerlo, no debería perdonar, piensa ella; por que ahora esa mirada está colmada de algo... algo espeso y emplagoso y traslúcido a la vez, algo que la acaricia sin tocarla, algo que ella no puede devolver. Para poderle corresponder, tendría que imáginarselo a él, fingir que es a él a quien tiene enfrente. Para más él, prefiere lavarse los pies de sospecha.
Él en cambio, está siempre en un estado de alteración tranquila, como si fuera parte de las olas de un mar que no cesan, pero que arrullan, tranquilizan lejos de inquietar. Él tiene ese efecto en ella: el efecto de transformarlo todo, de convertir su mundo de inseguridades y confusiones en la más clara respuesta, en la más clara de las resoluciones: Él. Y vuelve a preguntarle por qué tardo tanto y. Él vuelve a responderle que no lo sabe. Y observa sus ojos como nunca observó los de nadie antes, y le parece que son lo más real que ha visto, le parece como si... pudiera tocar su alma. Y. Él. Con esa sonrisa de oreja a oreja que la vuelve feliz. -Me agrada cuando sonries así-  -Yo siempre estoy sonriendo- Pero ella sabe bien que no es así, y es que sin que. Él se diera cuenta ella ya ha memorizado cada mínimo detalle y sabe distinguir perfectamente entre cada una de sus sonrisas: La sonrisa de cuando ríe, la de cuando cuenta algo gracioso, la de cuando algo le agrada, la de cuando está nervioso, la de cuando se siente avergonzado, y áquella... la sonrisa que hace que todas sus facciones se inclinen en reverencia, la que va de un extremo a otro, áquella es la sonrisa con la que la mira cada que ella está más cerca de lo que debiera, una sonrisa cómplice, casi de complacencia.
Es extraña la sensación que la envuelve cuando se ve orillada a verlo, como si fuera un gran amigo al cual quiere ayudar, como si fuera ese amigo que tanto la ha ayudado; después de todo fue él quién la ayudó a cruzar el puente; pero no puede ya sentir más. Incluso la llevó en su espalda para que ella no caminara, así lo soñó él y así fue en realidad. Y la lastima cuando le dice: -Ahora sé que vine aquí sólo por ti- Ella sabe que no puede ser así, lo sabe, porque no hay nada demasiado grande que ella pueda ofrecerle, mientras que él ya le ha ofrecido su vida entera, ya no hay nada que no le haya dado a ella, nada que él no hiciera por ella. Y es que él ya se ha acostumbrado a planear rozando la tierra, a volar tan bajo... con las sobras de la mediocridad de unos besos a medias que no le pertenecen más. Saboreándo nada que sea real. Lo único real es el remordimiento en la saliva de ella, ella que ya no sabe a quien le debe fidelidad, si a su corazón o a su moral. Si al deber-ser o a lo que ella bien sabe que desde hace mucho tiempo es. Si a lo que está establecido, si a lo fijo o si a áquello que lo vino a desfondar. Si al peso o a la levedad. Como si aún pudiera aferrarse a sus fantasmas compartidos. O a algo que hubiese escapado al poder del mar.

Sí. Ahí va ella otra vez. A debatirse entre un Sol que la ilumina, que la irradia; y una Luna que ya ni siquiera amenaza con eclipsarla.

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